No seas tú mismo - Eudald Espluga
Mis apuntes sobre "No seas tú mismo: apuntes sobre una generación fatigada".
Lo millenial y el trabajo
Me han interesado las preguntas que plantea el autor al final de la introducción, es importante encontrar una respuesta o, al menos, una dirección:
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¿Se puede organizar políticamente la indisposición, el no-hacer, sin acabar repitiendo un discurso nihilista que niegue la futuridad?
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¿Puede esta negatividad sustraerse del ciclo capitalista de destrucción creativa o está condenada a servir como lubricante del sistema?
Lo millenial no es etario, generacional, sino que el concepto es un enunciado performativo, una categoría prescriptiva que sesga por completo la mirada particular que se pueda tener realmente hacia los miembros (a cada uno de ellos) de una generación o una época. De esta manera, realidades que nos atraviesan diferente según nuestro lugar social (raza, lugar geográfico, clase, género, divergencia...) son silenciadas y aplastadas por el término millenial como narrativa que iguala violentamente los relatos particulares en un relato colectivo susceptible de éxito mediático, tanto desde la crítica conservadora como del apoyo progresista (que muchas veces es conservadurismo revestido de progreso tecnológico y desarrollo personal): este último pretende vender la idea de que toda "dificultad" –es decir, todo problema causado por desigualdades estructurales y la violencia del capital– es en realidad una oportunidad para emprender, de lo que deriva en parte el discurso de la búsqueda constante de crecimiento personal, tanto en la vida laboral como en la personal, como aumento de nuestro capital potencial.
Me gusta como el autor define "lo generacional":
Dispositivo social que orienta la mirada, los gestos, las conductas, los pensamientos y la imaginación a través de una red de discursos institucionalizados.
Define, también, el concepto millenial de la siguiente manera:
Conjunto de estrategias narrativas que nos permiten relacionarnos con nuestra condición socioeconómica; unas narrativas que determinan tanto nuestra capacidad para actuar como el tipo de actuaciones que consideramos posibles..
Las críticas al capitalismo defienden igualmente la importancia del trabajo como algo intrínsecamente humano. Yo pienso que naturalizar esto es muy peligroso, ya que el concepto de trabajo nunca está desligado de sus significados históricos y de su mecanismo y organización material impuesta desde el poder. Me parece natural el hacer, no el trabajar, por tanto hay que adaptar el sistema al hacer y no al revés.
Al respecto de la defensa del trabajo, Espluga contrasta el pensamiento de dos filósofos alemanes: Jünger y Arendt.
El primero tiene una visión metafísica y heroica del trabajador, al que considera una fuerza superior a cualquier estructura y en cuyo poder radica el destino de su nación. Un poco nazi este rollo.
Para Arendt el humano ha pasado de ser animal laborans a ser homo faber, es decir, ha pasado del hacer que se agota al realizarse (un hacer vital, necesario) al hacer guiado por la razón instrumental en un contexto de mercado. Pero, según ella, en el contexto capitalista el homo faber ya no tiene sentido, sino que se ha vuelto a una especie de animal laborans, en el sentido de que la frontera entre lo público y lo privado se ha difuminada y el trabajo está estrechamente ligado a la reproducción, como el hacer de antes. La diferencia es que ahora el contexto es capitalista y se maximiza (o sea, se explota) esta dinámica del hacer vital. El capitalismo se cuela en nuestra misma vida, nos fuerza a identificarnos con el trabajo, a aceptarnos como herramientas y engranajes. –no en un sentido comunal y utópico, más bien al contrario: engranajes que mueven el sistema bajo la ilusión individualista de moverse solo a sí mismos hacia sus intereses–.
La alienación del trabajador ya no puede entenderse, en el contexto neoliberal occidental actual, como el disciplinamiento de los cuerpos y tiempos, sino también como la movilización del amor hacia el trabajo.
¿Cómo definir el neoliberalismo?
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Traducción institucional de la tesis sobre el libre mercado
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Intento de moldear toda organización social –individual o colectiva– bajo la forma-empresa, es decir, el ajuste de todo atributo personal a la retórica administrativa (gestión emocional, organizarse la semana...) y productivista, de forma que se confunde la propia experiencia del mundo con la gestión corporativa del yo.
Uno de los ejemplos más horribles de la forma-empresa forzosa es el de los riders. No tienen un contrato, son autónomos, de forma que el reparto se dibuja como una especie de juego competitivo en el que eres libre, todo depende de tus méritos, de tu implicación ("si no lo haces es porque no quieres"). Tienes que ser eficiente para poder subir de nivel y tener acceso a mejores horarios, es decir, las horas en las que hay más pedidos. Así que compites para trabajar más y más.
Además en este trabajo no hay una mera cuestión de eficiencia mecánica (recoger-repartir a tiempo), sino que también hay una implicación personal en el feedback emocional del momento del reparto (que depende más de los prejuicios del cliente que del repartidor): el cliente le da una puntuación según si le ha parecido agradable o no. Esto no dependería solo de la actitud del rider, sino de la subjetividad de quien le abre la puerta y, en concreto, de sus prejuicios. (Siempre hay que poner 5 estrellas, por favor).
Todo esto con analítica de datos de por medio, de forma que, a través de los sensores del móvil y de la app que usan los repartidores, se les hace un seguimiento puesto en relación con el feedback del cliente. Es una vigilancia constante de su productividad y eficacia (que no eficiencia)
Esta cuestión del trabajador agradable y feliz (vigilada por el flow designer, qué vergüenza de puesto laboral) yo la he podido ver trabajando en una empresa durante las prácticas de un curso: F., el que era mi jefe y supervisor de las prácticas, todas las semanas me decía "sonríe", o bien hacía el gesto subiéndose las comisuras con los índices. Qué horror. Parece que las emociones son ese umbral de impotencia del capitalismo, ese ser libre que no podrá dominar jamás con sus triquiñuelas y ya no le queda otra que salir de su propio juego y explicitarlo: "sonríe".
Nuestras emociones no son vuestras.
Las tres jaulas y la promesa tecnológica
El autor habla de tres jaulas:
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Jaula de hierro: concepto de Max Weber para describir el proceso de desencantamiento del mundo, de conversión de todos los planos de la vida a formas de producción y eficiencia.
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Jaula de oro: reelaboración de la jaula de hierro hecha por Michela Marzano. Ya no es una jaula fría y gris, indeseable, ahora es una jaula que nos engancha, la deseamos a pesar de la evidente pérdida de libertad y autonomía: el capitalismo ya no es cadena de montaje, engranajes humanos, sino una exaltación de la creatividad y la diferencia enfocada a un marco competitivo y por tanto individualista. Los Juegos del Hambre.
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Jaula de purpurina: propuesta de Eudald Espluga. A modo de purpurina que recubre todo nuestro cuerpo, esta jaula coincide con uno mismo. Somos nuestro propio jefe, fábrica, máquina, trabajador. Autoexplotación. «La artificialidad [de la purpurina] es manifiesta y no está reñida con la expresión trágica» (es la estética de la serie de HBO Euphoria, por ejemplo)
El punto que Espluga quiere resaltar, que me parece más que acertado, es la prevalencia del trabajo como eje central de la vida humana independientemente de su ajuste a las distintas expresiones culturales y materiales de cada época. Es por tanto el trabajo como centro vital lo que hay que cuestionar y pensar, no tanto la forma que toma o deja de tomar en la era digital. Las fuerzas e intereses explotadores son los mismos, las empresas son las mismas. En el fondo no es tan difícil de entender, ya que toda decisión desde el poder, sea digital o analógica, también es tomada directamente por una persona. Toda elección debe pasar por un cuestionamiento ético: la ética escarba en las miradas involucradas en cualquier elección y cuestiona el marco epistemológico que se nos ofrece como único, abriendo bifurcaciones emancipatorias.
«Debemos romper la asociación entre trabajo y vida buena, entre trabajo y bienestar, entre trabajo y felicidad. Lafargue tenía razón: el amor por el trabajo es una depravación, una enfermedad socialmente inducida. Si la crítica deber ser ambiciosa, el eslogan es claro: no seas tú mismo»
[El concepto de "no seas tú mismo", ¿tendrá algo que ver con la idea de lo impropio, del anonimato, que Marina Garcés defiende en Un mundo común?]
Un ejemplo mencionado que adopta la lógica de la jaula de purpurina es el de Tinder:
«Lejos de ser una exhibición de cuerpos, un caliente mercado de la carne —como suponen los críticos conservadores de este tipo de app—, Tinder nos compromete con un conjunto de tecnologías del yo, con la disciplina métrica del alma, mucho más que del cuerpo, pues incluso cuando se trata de exponer nuestro físico lo relevante es el pensamiento estratégico que sostiene y justifica tal presentación. El contenido de la foto importa menos que el subtexto que tal elección expresa de ti mismo, de tu autenticidad (o de la falta de ella)»
El emparejamiento con personas similares a ti hace de aplicaciones como esta una buena representación en miniatura de la capacidad de contención de contradicciones del capitalismo: genera burbujas que, a su vez, generan en sus integrantes una ilusión de universalidad que ignora al resto de burbujas (incluido el mundo discursivo externo a la app), formadas por personas que pueden tener ideologías que atentan incluso contra la propia vida de otros usuarios. Es fácil vender vender una app como el colmo de la diversidad si la estructura interna de los servidores son cientos de cubículos identitarios aislados unos de otros. Esto ocurre en el resto de redes y, por supuesto en el mundo material. Es un orden estructural.
Más que enfocarse en la crítica de lo virtual, habría que romper el dualismo digital-físico, puesto que lo digital no ha traído nada nuevo, solo ha potenciado unas estructuras de poder que ya estaban y que se comportan exactamente igual que siempre.Además lo digital no es solo la IA o las redes sociales, sino que se cuela en nuestra cotidianidad en grados distintos: un electrodoméstico, por ejemplo.
Un gran ejemplo es la "revolución del ocio" que significaron los lavavajillas y las lavadoras cuando llegaron a los hogares. No solo no hubo ninguna revolución, ningún tipo de libertad extra para, en este caso, las mujeres del hogar, sino que se reafirmó mucho más la división sexual del trabajo y aumentó la producción, en lugar de ayudar a reducir el tiempo dedicado a las tareas domésticas. Pienso mucho en mi madre con la Roomba: no solo hay que despejar el espacio para que llegue a cada recoveco, sino que mientras está activa, mi madre está atenta a ella, mirándola directamente o a través de una app en la que aparece nuestra casa mapeada y un puntito que marca la ubicación del robot de limpieza. A pesar de comprarla, todos los jueves sigue viniendo una mujer a limpiar nuestra a casa por la mañana. La airfryer más de lo mismo: su aparición quiere agilizar la preparación de comida, pero no es una tecnología nueva, es un horno eléctrico pequeño, optimizado. Tardar menos en hacer la comida, como si fuera molesto dedicar tiempo a satisfacer nuestras necesidades primarias, tiene que ver, por supuesto, con aumentar el tiempo que pasamos en el circuito productivo, sacrificando el tiempo que dedicamos a lo más básico del vivir.
Las necesidades humanas, para el sistema, son improductivas, ya que solo sirven para vivir mejor. Por eso quiere colar sus métricas ahí también. Próximamente seguro que llegan váteres inteligentes que valoran el color y consistencia de tus heces y orina, así como el tiempo que tardas en expulsar los desechos. Vamos, que ya dormimos con pulseras que miden nuestro ritmo cardíaco, tiempo de sueño profundo y superficial, y valoran nuestro descanso. Los consejos que da la app para descansar mejor solo tienen que ver con decisiones individuales que sacrifican el tiempo libre, como irse a dormir antes, pero nunca van a recomendar dejar el trabajo o encontrar una red de vínculos en la que apoyarse para afrontar una vida llena de fatiga.
«La tecnología nunca es neutral, está pensada y diseñada en relación con unas expectativas y unas prácticas determinadas»
«Dejar a un lado la suspicacia moral sobre ciertas aplicaciones y redes sociales para comenzar a fijarnos en el tipo de plataforma capitalista, patriarcal y colonial que las ampara»
Detox digital, conservadurismo y condiciones materiales
En torno a la tecnología, en especial internet, da vueltas constantemente un concepto: adicción. Han proliferado como hongos miles de vídeos, artículos y libros de autoayuda que se enfocan en tu adicción al móvil y en cómo puedes superarla; hay hasta centros de desintoxicación (los primeros en China). Todo el foco del debate recae sobre el consumidor, «convirtiendo su día a día en una escuela de voluntad». Además, el discurso del detox digital no tiene otro fin que el de reinsertarte en la productividad cuando tu adicción es demasiado improductiva: en lugar de usar el móvil deberías leer libros para mejorar tu inglés, aprender a tocar el piano, ir al gimnasio, meditar... Cada actividad, a priori beneficiosa, propuesta con la idea de mejorar tu potencial productividad.
(¿Cómo tener un ocio disfrutable y no directamente enfocado a producir, aunque producir pudiera ser a veces la consecuencia (como yo escribiendo estos apuntes?)
«Al centrar toda la atención sobre la voluntad personal e individual, la idea de la adicción termina desdibujando las causas de la fatiga y el malestar tecnológicos, aislando la ansiedad y anulando cualquier posibilidad de una respuesta colectiva y organizada»
«¿Realmente soy yo quien debe borrarse las redes? ¿No sería mejor abandonar el paradigma del centro de rehabilitación —como prisión militarizada o como retiro espiritual— y empezar a pensar en sindicatos, movimientos sociales e intervenciones ciudadanas sobre el entramado empresarial y tecnológico que nos agota hasta la extenuación? ¿No deberíamos estar hablando de expropiar estas empresas y colectivizar el software que las sustenta?»
Apoyarnos en la metáfora de la adicción es peligroso porque elimina la necesidad de abordar el problema de forma comunitaria y privatiza el malestar, puesto que responsabiliza constantemente al individuo y su voluntad, condenándolo a trabajar en perfeccionarse a sí mismo constantemente.
Las propias empresas tecnológicas nos venden también el remedio, se preocupan por nuestra adicción a sus dispositivos/entorno y nos ofrecen herramientas de control: tiempo de uso del móvil, avisos sobre el tiempo de uso y recordatorios de descanso en Instagram, TikTok o Youtube... Pero usar estas herramientas solo nos devuelve al circuito productivo, nos ayuda a mantener la adicción en el punto de equilibrio justo para no dejar de ser funcionales para el sistema capitalista. Nos encauzan a ser la mezcla perfecta entre productor y consumidor.
Aparte, la adicción digital es, como comenta el autor, un género de noticia viral en sí mismo, paradójicamente. Es una cara muy desafortunada del sobreanálisis que tanto nos gusta hacer, la cara que no nos conduce a ningún sitio, solo a dar vueltas. Bueno, más que el sobreanálisis, quizás aquí tenga más sentido lo que dice Espluga: se da una patologización constante de nuestra conducta, en este caso en los usos que hacemos de la tecnología, hasta tal punto que se ha creado toda una serie de conceptos o enfermedades principalmente mediáticas y, casualmente, siempre mencionadas al lado de palabras como "generación millenial". Estas patologías son el FOMO, el text neck, nomofobia, ansiedad digital, efecto Google... Como siempre, se viste de novedad algo que siempre ha estado ahí, una serie de conductas que, sí, son comprensibles desde el conductismo sin sacarse ningún título en informática o robótica. Esta aura de novedad, de dolencia que se da en un marco radicalmente único, emborrona las posibilidades de emancipación y crítica que contemplamos. Y no solo eso se interpone a nuestra lucidez, sino que viene acompañado de una retórica culpabilizante: esta generación tiene que modular su relación con la tecnología para estar sana, resistir la tentación si no quieren acabar con text neck, dedos planos o ceguera (parecen maldiciones bíblicas).
Me parece muy guay esto que cita Espluga de Judy Wajcman acerca del conservadurismo nostálgico:
«Resistirse a la innovación tecnológica y abogar por la desaceleración o por una desintoxicación digital es una respuesta intelectual y política inadecuada. De hecho, volver la vista atrás a un idealizado tiempo más lento y llorar su desaparición ha sido durante mucho tiempo dominio exclusivo de la teoría política conservadora. Irónicamente, hoy [...] las tentativas más virulentas de ralentizar las cosas adoptan la forma de un fundamentalismo nacional y religioso.»
Más adelante, Espluga añade:
«El puritanismo digital no tiene nada de contracultural ni se opone a un discurso hegemónico omnipotente que esté todo el día alabando las virtudes de la tecnología digital»
Los movimientos detox, que apuestan por una especie de purificación de los hábitos para con lo digital, «conforman una constelación de discursos que se apoderan del debate público, promocionando una expresión discreta de la racionalidad productivista neoliberal»
Mi pregunta es: ¿Qué podemos hacer concretamente?
Aunque aún no he pensado sobre ello, más allá de una vaga idea de colectividad y compromiso político, hay algo mencionado en el libro me parece clave: en realidad somos más adictos a la mitología neoliberal del empresario de sí que a los chutes de dopamina digitales. Creo que hay mucha verdad en esto. Es más, creo que gran parte de la adicción a ciertos chutes dopamínicos digitales tiene más que ver con el refuerzo de esta retórica que con el hecho en sí de recibir una notificación X (que podría no ser problemático per se). Así que coincido con el autor en que quizás sea más importante derribar esta ideología de ser tu propio jefe, online y offline.
Es más, no existe tal separación entre lo digital y lo físico. El posicionamiento (ético) debe ser materialista, pues toda tecnología digital, nube, red, etc., es fundamentalmente física y por tanto afecta a nuestro entorno, recursos, cuerpos... y depende de ello. Por ejemplo en el Congo está la explotación de mineros para extraer coltán, que se usa para fabricar dispositivos portátiles. La fabricación de estos dispositivos depende del mercado ilegal de minerales.
En cuanto al debate de si los móviles/dispositivos son bueno o malos, si son o no el problema, Espluga pone el ejemplo del ludismo: los luditas, dirigidos por el "capitán Ned Ludd", se organizaban para destruir las máquinas (telares mecánicos) con las que les forzaban a trabajar para aumentar la producción de forma desmedida, bajo el ideal de la competencia, el rendimiento y el crecimiento ilimitado capitalismo. No las destruían porque las máquinas fuesen problemáticas en sí (por qué algo que te ayuda debería serlo), sino por el sistema que las imaginaba, las construía y disponía con unos fines muy claros: producir más y más, explotar más y más. En realidad las máquinas que ayuden a la eficiencia tendrían que tener como objetivo librarnos de parte de la carga del trabajo, no aumentarla. Habría que producir lo necesario y, si tenemos la capacidad de producir muchísimo más, usar ese extra de eficiencia para que los trabajadores descansen, por ejemplo. Lo importante de este ejemplo es que la revuelta de los luditas era anticapitalista antes que antitecnológica.
Dicho todo esto, podemos llegar a la conclusión de que no es una cuestión de aceptar o no la desconexión digital o apuntarnos o no a un curso de mindfulness, sino de «cuestionar la racionalidad cultural que determina la existencia misma de tales plataformas». Por ejemplo podemos hablar de que el mindfulness se promueve también a nivel institucional y, en el circuito cerrado del capital, solo tiene la función de hacernos estar frescos para poder producir de nuevo, hasta que volvamos a necesitar mindfulness de nuevo.
En mi caso, muchas veces me desinstalo redes sociales para no tener acceso al porno, al que a veces me veo arrastrado cuando tengo malestar o fatiga –cumpliendo también una función de refresco, de puesta a punto o reinicio–, en lugar de cuestionar la forma en que afronto el problema, la forma en que lo puedo neutralizar con un equilibrio positivo, la manera en que puedo ser acompañado en el proceso de dejar de maltratar mi sexualidad con el látigo de la culpa. Recientemente me he dado cuenta de que, tras el conflicto emocional de caer otra vez en las garras del porno, tener apps de redes sociales instaladas o no no es lo determinante. Lo determinante es cómo afronto el salir de esas emociones, qué importancia le doy al desliz, qué cosas importantes para mí le dan sentido a mi día a día, con qué alimento mi espíritu, qué estructura de fondo mi vida. Todo ello puede ser un contrapeso positivo suficiente para que el no consumo de pornografía no sea una prohibición, sino una decisión consciente, sincera y arraigada a mis convicciones sobre lo que me parece una vida mejor posible y un posicionamiento honesto, indisociado.
El Comité Invisible, frente a estos problemas, recupera la figura del hacker desde una perspectiva materialista: aquel que concibe internet como una extensión de la realidad física, de manera que se proyecta fuera de las pantallas y hace más fácil imaginar intervenciones.
A modo de conclusión general de este apartado pondré, igual que el autor, un concepto de Jenny Odell: refusal-in-place, es decir, un rechazo sin retiro, una confrontación sin desconexión.
Memes depresivos y autoayuda
Sobre la figura del suicida:
Hasta 1817 la palabra "suicidio" no es la palabra oficial para denominar al acto de matarse intencionadamente. Ha habido muchas maneras de nombrar esto, pero la elección de este término «es índice de un sutil tránsito que pone el foco en el sujeto que comete el crimen... contra sí mismo (el sui de suicidio)».
«¿Por qué representamos lingüísticamente el darse muerte desde la descomposición del "sí mismo"?». [1]
Me pregunto si quizás no habría que ver el suicidio como un ataque hacia al organismo social que formamos todos, al sistema. Un enfoque desde cómo el resto de la humanidad me afecta y conforma, un "con que haya una persona suicidándose en el mundo, mi libertad y felicidad no podrá ser absoluta".
Está claro que el tema del suicidio es un problema social, por mucho que se insista en también culpabilizar al individuo. Como dice Sara Ahmed, las formas de infelicidad deben ser politizadas porque el concepto de felicidad es solo un recipiente ideológico y, si no politizamos el malestar, nos negamos y negamos sus causas sociales, privatizamos el dolor y patologizamos su expresión. «La infelicidad tiene un estructura».
El suicida va en contra del sujeto productivo y desvela que la pregunta por la felicidad es inseparable de la finitud y de la vulnerabilidad del cuerpo.
Esta figura, en relación a las redes sociales, nos puede llevar a los ya tan difundidos memes depresivos, en los que se expresan grandes malestares bajo capas de ironía soportadas por una estética despreocupada (tiene un poco energía de purpurina, la verdad). Lucie Chateau dice algo muy interesante en contra del carácter disruptivo con el que suele clasificarse este fenómeno cultural: estos memes son en realidad la perfecta alianza entre el discurso terapéutico de la autenticidad (¡sé tú mismo!) y el discurso neoliberal de la autoexplotación (¡produce!).
Para intentar levantar las capas de ironía y, por tanto, de falsa autenticidad, vienen los memes saludables (wholesome memes), que pueden caer en dos vertientes: o bien replican el discurso de la autoayuda en el que, con un aura amable, se hace responsable al sujeto, o bien señalan las condiciones sociales del malestar. Todo análisis debe ser politizado desde el punto de vista social, nunca privado ni individual. Esto marca la diferencia entre hacer memes saludables que perpetúan la misma mierda y hacer memes saludables que abren una posibilidad de emancipación. Respecto a esta idea de la posibilidad, tiene mucho sentido comentar lo que hablábamos Raquel y yo el otro día sobre la imaginación y la posibilidad:
La belleza y fuerza de la imaginación es triple:
Por un lado, tiene el poder de abrir posibilidades. De hecho, es en sí una apertura, la primera apertura que posibilita que un niño introduzca las manitas y expanda el hueco, lo despliegue.
También es una forma de orientar la mirada y la atención. Si yo he desbloqueado, a través de la imaginación, la posibilidad de un mundo mejor, mi atención es más capaz de atender a aquello que imposibilita ese mundo mejor, aquello normalizado que antes permanecía oculto y formaba parte de mí. Imaginar es deshacerse de "uno mismo".
La imaginación no es exclusivamente un ejercicio de la mente, sino también, incluso en mayor medida, el ACTO de generar lo distinto, el ACTO de abrir un posible imperfecto, incluso inocente. Es decir, no es solo una cuestión de estar en casa pensando y pensando, con la cabeza humeante, hasta encontrar el plan perfecto para un mundo mejor. Es una cuestión de abrazar la posibilidad nimia, la diferencia microscópica, para hacerla más grande, más posible o más visible.
La elección de romper, por ejemplo, una mesa, no debe estar solo relacionada con si esa mesa es de alguien o alguna cuestión moral parecida. Es más una cuestión de imaginación, de preguntarse si queremos un mundo en el que rompamos mesas. Hacer algo abre la posibilidad de reproducir ese hacer. Debemos abrir constantemente las posibilidades de los mundos que querríamos habitar.
¿Qué es la autoayuda? Cuatro perspectivas:
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Una pseudociencia que dice ayudarte a llevar una vida más sana y feliz.
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Una industria cultural que conceptualiza la felicidad como un bien de producción y consumo encarnado en los propios libros de autoayuda.
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Un código de civilización psicológico-positivo. La autoayuda como algo principalmente prescriptivo.
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Retórica destinada a seducir al consumidor con el objetivo de que este transforma su vida de acuerdo con las ideas que le proponen. (normalmente trasforma su vida de una manera en la que la autoayuda como industria se sigue beneficiando)
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Añado un quinto de la autoayuda como promesa: ¿qué diría Marina Garcés (El tiempo de la promesa)?
Aunque la autoayuda con frecuencia sea vista de forma crítica desde la superioridad (yo incluido), como una broma de mal gusto que se tragan unos pocos bobos, lo cierto es que es interesante y acertado el punto de Eudald: la cultura de la autoayuda dispensa unas ideas que definen la estructura moral del individuo, y eso dirige también nuestras expectativas sobre cómo debemos relacionarnos y qué debemos conseguir para una vida buena.
El autor, desde un punto de vista ético, decide definir la autoayuda como un ideal absoluto y voluntarista de felicidad.
Absoluto porque no concibe la existencia de malestares y solo los consideraría en tanto que no-felicidad, puesto que la felicidad solo existe como plenitud. Esto puede llevarnos a resignificar toda nuestra experiencia como infeliz (me pasa) y a patologizar toda conducta contraria a este ideal de expansión indefinida.
Voluntarista porque no dependería de las condiciones materiales o anímicas de cada individuo, sino de su voluntad de crecimiento frente a todo lo que depende de él: como no se consideran las condiciones materiales o anímicas, pasaría a depender de él absolutamente todo y la realidad se vuelve una expresión de su propia voluntad. Exacto, es la lógica de la archiconocida ley de la atracción de El Secreto. Todo lo bueno y lo malo es solo gracias a nosotros o solo nuestra culpa.
Los discursos terapéuticos esconden una lógica tan retorcida que es imprescindible defender nuestro malestar por fuera de sus marcos. Una dolencia, de cualquier tipo, es una dolencia que merece ser atendida (como mínimo escuchada, acogida) por los demás, independientemente de si entra o no bajo una etiqueta patológica. ¿Os suena eso de contar un problema y que la respuesta sea "podrías ir al psicólogo"? ¿Tan desvinculados estamos de los demás que no vemos nuestra capacidad, completamente real, para escuchar, acompañar y ofrecer un lugar a las dolencias de los demás? Podemos convertir nuestro malestar en una defensa política, una queja activa que desvele lo colectivo del lamento:
«El disgusto incomoda, arruina las veladas. Los hombres que dicen que por culpa del movimiento feminista "ya no se puede decir nada" y que aseguran vivir en una cultura de la cancelación no sufren, en realidad, ningún tipo de censura: simplemente pasa que ya no pueden decir lo que les venga en gana sin que las demás protesten, señalen sus comentarios y los pongan en cuestión. El feminismo les ha aguado la fiesta, y esto es justo a lo que se refiere Sara Ahmed al señalar el carácter subversivo de las pasiones tristes».
Desde luego, ya sea en la sección de autoayuda o en la consulta psicológica, este discurso terapéutico nunca te va a decir "claro! Tú lo que tienes que hacer es organizarte, luchar contra el perpetrador de tus condiciones, sindicarte, politizar todo, etc.", solo va a darte herramientas para poder aguantar la situación: gestión emocional y del estrés, meditación, respiraciones... No te ayuda a cambiar el contexto, sino a amoldarte a él. La mejoría en consulta se suele medir según la adaptación del paciente al dogma productivo: los medidores suelen incidir lo bien que te va en el trabajo, estudios, familia.... Por fuera de este marco está la patología.
Hacia una fatiga afirmativa
La fatiga, en medio del popurrí de la autoayuda y los discursos terapéuticos culpabilizantes, recibe socialmente una condena moral: no solo denota que quizás no nos entregamos lo suficiente al trabajo (o estudios, o aquello que se considere ritual de realización social), sino que además no estamos haciendo nada para cambiarlo, para ser nuestra mejor versión.
«para la cultura del esfuerzo neoliberal, que necesitemos un batido de Orfidal, melatonina y pasiflora para poder dormir seis horas seguidas no es lo ideal, pero mucho peor sería dejarnos vencer por el pesimismo, la acedia y el abatimiento, demostrando así que no queremos ser mejores ni más felices, que preferimos la autocompasión lacrimosa a tomar las riendas de nuestra vida. [...] el bienestar se vuelve aquí sinónimo de rendimiento»
Espluga ejemplifica esta retórica en los artículos que aparentemente se preocupan por nuestra salud, por el insomnio y la fatiga. Son artículos que reúnen hipótesis no comprobadas —como la cuestión de la luz azul como gran responsable del insomnio—, síntomas generales, testimonios de expertos —que se mueven en el mismo discurso. Qué pesadilla el argumento de autoridad— y, además, son artículos dirigidos al lector, en segunda persona: qué puedes hacer TÚ para combatir estos síntomas. Son artículos que todos hemos leído y leemos, y que, claramente, sin negar la utilidad que puedan tener a veces, esconden las causas sistémicas de los malestares. Nunca culpabilizan al trabajo, por ejemplo, siempre es el lector el sujeto, el que decide trabajar X horas y por tanto ahora tiene que afrontar las consecuencias que eso tiene en su cuerpo.
«no solo estamos cansados de estar cansados, sino que además estamos cansados de no poder permitirnos estar cansados».
Un punto clave, sobre el que tengo que pensar para integrarlo en mi mirada, es el de cambiar la concepción del trabajo productivo desde la raíz, de forma que se conciba todo el alcance de la explotación capitalista: desde el trabajo que todos conocemos hasta aquellos procesos de reproducción social y biológica que producen y sostienen a los trabajadores en tanto que sujetos de rendimiento. El ejemplo más conocido que se me ocurre en esto es el de "detrás de todo gran hombre hay una gran mujer", es decir, que en el binarismo de los roles de género el trabajo productivo de un hombre no sería posible sin el mantenimiento y cuidados de las mujeres —mayormente la pareja—.
La fatiga es entonces una condición social, no un estado transitorio. La principal consecuencia a afrontar de la fatiga y sus derivados, en nuestro contexto, es la falta de implicación política que genera en nosotros. Como dice Fisher: «cada vez aceptamos más la idea de que no somos el tipo de personas que pueden actuar».
«cualquier intento de escapar de este régimen de poder deberá comenzar por romper con la actitud de desafección y postración que ha naturalizado nuestra miseria como algo inevitable y merecido. La fatiga, por lo tanto, también afecta a la imaginación»
Si la imaginación es el impulso para abrir nuevas posibilidades, la forma en que comprendemos la fatiga es prácticamente su antítesis, puesto que no admite nuevas posibilidades, ya que en el fondo piensa que no es posible nada más allá de lo que hay.
Afrontar todas estas cuestiones —y otras tantas— colectivamente, significa también transformar el sujeto. Repensar el sujeto, ya no como una realidad ontológica independiente, sino como ontológicamente dependiente del resto de seres humanos, no humanos y el planeta: una subjetividad poshumana [2]. Bajo esta concepción no se derrumba, como muchos creen, nuestra autonomía, sino que se transforma en una «autonomía del afecto como fuerza vital que se realiza siempre mediante nuestros lazos relacionales»
Pero, ¿cómo podemos convertir la fatiga en algo positivo y cultivar una mirada colectiva? Resulta que cuando estamos fatigados (o tenemos malestar), se evidencia nuestra vulnerabilidad y se acentúa nuestra dependencia, que «el agotamiento nos pone en relación con los demás animales, humanos y no humanos, con el planeta, con otras formas de pensamiento y con la posibilidad de una nueva ética». Mirar desde esta perspectiva la fatiga es el primer paso, poner en común tanto la propia fatiga como esta forma de mirarla es el segundo.
«Afirmar la fatiga significa cultivar los afectos negativos como el resentimiento y la infelicidad en tanto que ejes de clase, género y raza; significa defender una ética y una política redistributiva de los cuidados; significa abandonar el determinismo tecnológico en favor de estrategias de reapropiación táctica de los dispositivos y los saberes técnicos; significa resistirse a patologizar el malestar laboral como una enfermedad psíquica; significa no ceder ante la parametrización biopolítica que aspira a hacer de nuestra existencia una mercancía disponible, operable y circulable; significa no anestesiar nuestro sufrimiento y defenderlo contra la cultura de la autoayuda, para así visibilizar sus causas: negarse a ser uno mismo no es una negación vacía y retórica, sino el principio de una huelga más vasta, mucho más drástica».
Referencias que me interesan
- Rosi Braidotti (trata el tema de la fatiga)
- Martí Peran (trata la fatiga también): la fatiga como punto de inflexión para, en lugar de corregirla para regresar a la productividad, plantear un proceso de emancipación
- La becaria (Performance de Pilvi Takala no haciendo nada en la oficina durante un mes)
- Paul Lafargue (el derecho a la pereza). Era el yerno de Marx.
- Cómo no hacer nada, de Jenny Odell
- Tractatus logico-suicidalis, de Hermann Burger. Reflexiones sobre el suicidio en una parodia sobre la posibilidad de suicidarse. El autor se suicidó.
- Sara Ahmed
- Mark Fisher
Últimamente ando muy interesado en la exploración de la imposibilidad ontológica del individuo, del sí mismo. Adoro el concepto del continuarse que trata Marina Garcés en Un mundo común. También es interesante la lectura Todos somos líquenes, en la que se desmonta la idea del individuo desde la propia biología, lo cual es fascinante (y tan evidente!). ↩︎
Poshumanismo vs Transhumanismo:
El poshumanismo abandona el antropocentrismo del proyecto humanista, concibiendo al humano como un ser más en relación al resto. No es que el poshumanismo fabrique esta relación, sino que esta es preexistente y el poshumanismo solo la abraza, tratando de limar todo el ego con el que vivimos.
El transhumanismo es, en el fondo, una extensión tecnológica del humanismo, puesto que no solo abraza el antropocentrismo, sino que lo abraza y lo magnifica a través sus fantasías biotecnológicas que buscan aumentar aún más la excepcionalidad que el humano supuestamente posee sobre el resto de seres. Por supuesto se ve que está muy ligado a la búsqueda de crecimiento ilimitado del capitalismo. ↩︎